4. A LA BÚSQUEDA DE LA
INDIA QUECHUA
Algún día tendré
que serenarme y sacar a la luz la colección de cuadernos de campo en la
que analizo el fenómeno (?) de la casualidad. Fue un experimento.
Durante mil días procuré «abrir los ojos» y examinar con minuciosidad
por qué ocurren esas «cosas extrañas». La sorpresa fue importante. Pues
bien, una de esas mil jornadas fue la del martes, 30 de noviembre de
1999. Yo no había olvidado el caso de la india quechua, en la región de
Uyuni, en el Altiplano boliviano. Todas mis pesquisas, sin
embargo, fueron un completo
fracaso. Nadie sabía nada de la pastora o del paraje donde ocurrieron
los hechos en aquel no menos oscuro 1967. Pero no me rendí. Aterrizamos
de nuevo en La Paz y continué las indagaciones. Esta vez sería diferente
-me dije a mí
mismo-. Si la mujer seguía con vida, yo daría con ella, aunque tuviera
que peinar todo el Altiplano.
Las pesquisas no
pudieron empezar peor. El mal tiempo había convertido las carreteras en
un cenagal. Alcanzar Uyuni significaba nueve o diez horas de camino,
como mínimo, y la alta posibilidad de quedar atrapado por el temporal.
Tenía otra alternativa: alquilar una avioneta y sortear la tormenta. Y,
como todo en la vida, esta segunda opción encerraba ventajas e
inconvenientes. Naturalmente, sólo me fijé en las primeras. Blanca, en
cambio, siempre con los pies en el suelo, manifestó algunas dudas
respecto a la elección del aerotaxi. En primer lugar, el alto coste:
1.300 dólares por día. ¿No era mejor esperar? Por otra parte, la
compañía aérea exigía el pago en metálico. Sumamos el dinero y
comprobamos que nuestras reservas no eran suficientes. Aun así, la animé
a continuar. Encontraríamos el dinero. Para eso están los bancos y las
tarjetas de crédito. Mi mujer guardó silencio. Ella sabe que me gustan
los desafíos, aunque, en esta oportunidad, la posibilidad de éxito era
muy escasa. En principio, a la vista del alto coste de la avioneta, sólo
tenía el plazo de un día para hallar a la india. ¿Una sola jornada? ¿En
un territorio como el doble de Andalucía? Yo sabía que la búsqueda era
casi imposible, pero, empujado por esa misteriosa «fuerza» (?) que
siempre me acompaña, hice caso omiso de los sensatos consejos de Blanca
y cerramos el trato con la compañía aérea. Al día siguiente, 30 de
noviembre, a las seis de la mañana, el capitán Guillermo Arauco nos
trasladó al aeropuerto y nos presentó al que sería el piloto de la
Commader 680, el también ex militar Luis Ortiz. La situación me dejó
perplejo: ¿un solo piloto para un vuelo de mil kilómetros? Esta vez fui
yo quien guardó silencio. Aumentar las preocupaciones de Blanca no tenía
sentido. Tomamos asiento finalmente en la destartalada avioneta y nos
dispusimos a despegar. Eran las 7.15 horas. De pronto, con los motores
en marcha, recibimos la orden de suspender el despegue. ¿Qué sucedería?
La torre aclaró que el piloto tenía un problema con su licencia de
vuelo. ¡Lo que faltaba! Blanca, en el asiento posterior, estaba pálida.
Creí adivinar sus pensamientos: «Dejemos el viaje a Uyuni para una mejor
ocasión.» Quince minutos después, todavía no sé cómo, Luis Ortiz
solucionó el problema y despegamos. Fue entonces cuando caí en la cuenta
de que no funcionaba el doble mando de la Commander (los relojes y los
indicadores aparecían sujetos con cinta adhesiva). Supongo que
palidecí...
No fui justo. Ortiz
era un excelente piloto. En hora y media sobrevolamos la desolada pampa
y aterrizamos sin novedad en pleno campo, a poco más de dos kilómetros
de Uyuni. La vieja avioneta gimoteaba a cada salto sobre la improvisada
pista de tierra, pero resistió. Hizo una buena media: 318,6 kilómetros a
la hora. Al descender, el capitán Ortiz nos advirtió: el despegue sería
a las 16 horas. Dadas las malas condiciones meteorológicas, convenía
regresar con luz a La Paz. Eran las 9 horas. Eso quería decir que
disponíamos de siete horas para hallar alguna pista. Traté de no ponerme
nervioso...
Blanca y yo nos
miramos. ¿Dónde estaba el vehículo que debería trasladamos a Uyuni? Eso
fue lo acordado con la agencia...
A los pocos
segundos, en la lejanía, apareció una columna de polvo. Había vuelto a
ser injusto, me reproché. Un 4 x 4 se detuvo ante nosotros y el chófer
preguntó por no sé qué diputado de la ciudad de Potosí. Obviamente, se
trataba de un error, pero el conductor, fiel a la tradicional
hospitalidad boliviana, nos invitó a subir y nos acercó a la pequeña y
apacible Uyuni. Otra vez la «casualidad». Otra oportuna y sorprendente
«casualidad»...
Uyuni es una
población de casi nueve mil almas. Se trata de un lugar sencillo, con
gentes sencillas y costumbres igualmente sencillas. Buena parte de la
población es de origen quechua. Viven de la agricultura y, desde hace
algunos años, del turismo que busca aventuras y nuevas sensaciones en el
gran salar, al oeste del pueblo.
Necesitábamos un té
de coca. La altura seguía haciendo estragos (Uyuni se encuentra a 3.665
metros sobre el nivel del mar). ¿Por dónde empezar? No había tiempo que
perder. Me dirigí a la alcaldía y planteé el problema abiertamente:
«Busco
a una pastora... Año 1967... Unos individuos de pequeña estatura
mataron sus ovejas... Volaban en algo parecido a sillas...» Los funcionarios no
daban crédito a lo que oían. ¿Se trataba de una broma o de un loco?
Cuando comprendieron que hablaba en serio y que, aparentemente, no era
un perturbado, todos preguntaron el nombre de la india o del lugar donde
ocurrió tan fantástico suceso.
«Eso, justamente,
es lo que busco.» Fin de la conversación. Proseguimos las consultas.
Policía, viejos cronistas del pueblo, parroquia, bares, comercios,
mercado... El resultado fue idéntico. Nadie sabía nada. Ni una sola
pista. El reloj era implacable. A las 11.30 horas seguíamos en blanco.
El cura párroco -Fabio Calizaia- prometió buscar entre las decenas de
rancherías que rodeaban Uyuni. La misión parecía imposible. Mentalmente,
me acusé de insensato. «Algo», sin embargo, me inyectó (?) fuerzas y
tiré de Blanca, calle por calle y, casi, casa por casa. «¿Sabe usted de
una india...?» De pronto, al doblar una esquina, descubrimos que ese
martes, 30 de noviembre, se celebraba en Uyuni uno de los típicos
mercadillos a los que acudían numerosos campesinos de los pueblos
cercanos. La mayoría eran nativos quechua. Y una débil esperanza asomó
en mi corazón. Negativo. Los indios no sabían, no contestaban. Muchos de
ellos no hablaban español. Me senté en la acera. Blanca, incansable,
seguía preguntando. Admiro a esta mujer...
Y el Destino (?)
situó ante mí a dos alguaciles municipales. Eran los responsables de guardar el orden en el mercadillo.
Nos miramos fugazmente. Se detuvieron y, casi por inercia, me incorporé
y les pregunté por la pastora. Uno de ellos, Abdón Alanes, el más joven,
no sabía de qué le hablaba. El otro, David Siacara, asintió con la
cabeza. No entendí. El hombre decía que sí, que recordaba el suceso.
Pudo ser en Ollería, una ranchería situada a dos horas y media de
Pulacayo, al nordeste de Uyuni. Reclamé la presencia de mi mujer y
ambos, atónitos, escuchamos las palabras del providencial alguacil.
Siacara se atrevió, incluso, a pronunciar un nombre: Flores. Ése podía
ser el apellido de la india. El reloj señalaba las doce del mediodía.
¿De nuevo la «casualidad»?
A partir de ese
momento, todo fue vertiginoso. Telefoneé a varios de los que formaron
parte de la expedición militar y que interrogaron a la pastora, y, en
efecto, confirmaron el apellido de la india. Con el nombre del paraje no
hubo tanta suerte. Después de treinta y dos años no era fácil de
recordar. Y regresamos al
registro civil, con la esperanza de redondear la filiación de la tal
Flores, de Ollería. Nuestro gozo en un pozo: los archivos de Uyuni
arrancaban en 1973. Vuelta a empezar. Las nuevas consultas entre los
indios quechua no condujeron a ninguna parte. El apellido Flores era muy
común en el Altiplano. Los había a miles. Necesitábamos algo más. Fabio,
el párroco, nos aconsejó visitar a la aldea de Ubina, al oriente de
Uyuni. Allí -dijo- vivían cinco familias de apellido Flores. Eran
mineros. El tiempo nos devoraba. Había que tomar una decisión. Me
arriesgué. Viajaríamos a Ollería. Pero ¿y la avioneta? Teodoro Colque,
propietario de una agencia de viajes, nos proporcionó un todoterreno.
Blanca me recordó que Ollería se encontraba a dos horas y media de
Uyuni. Eran las 13 horas. No había tiempo para ir y volver. No
importaba. Estaba decidido. Si la india seguía viva, la encontraría.
Rubén nos acompañó. Sería el guía y traductor. Consulté el mapa. No
podía creerlo: Ollería ni siquiera figuraba... Rubén sólo sabía que se
trataba de una ranchería, quizá dos o tres casas, situada más allá de
Pulacayo. «Al llegar a Pulacayo preguntaremos», aseguró el voluntarioso
guía. Me eché a temblar. Pero el Destino siguió tejiendo y
destejiendo...
Antes de abandonar
Uyuni, Rubén detuvo el 4 x 4 en una gasolinera. Rogó que esperásemos y,
sencillamente, desapareció. Al poco lo vimos regresar en compañía de un
hombre de mediana edad. Se trataba de Anastasio Centeno, viejo amigo del
guía. Aquel hombre decía conocer el caso de la pastora y la «gente
pequeña que volaba». Al principio desconfié. Después, conforme aportaba
información, me tranquilicé. Aseguró que la india se llamaba Fortunata
Flores y que podía residir en Tica Tica o, quizá, en Tonoja, otras
rancherías dispersas por la pampa, suponiendo, claro está, que no
hubiera fallecido. ¿De nuevo la «casualidad»?
Cuarenta minutos
más tarde, tras ascender penosamente por una pista de piedra y polvo,
el 4 x 4 se detuvo en
Pulacayo, una aldea casi de juguete, formada por humildes casas de
piedra y adobe. Pulacayo se encontraba a casi cuatro mil metros de
altura y rodeado de colinas suaves, rojizas y peladas. Era la nada, en
mitad de la nada. Rubén esperaba una decisión. ¿Cuál era nuestro
objetivo? ¿Ollería, Ubina, Tica Tica o Tonoja? Encendí el enésimo
cigarrillo y traté de pensar lo más rápido posible. No había tiempo para
visitar las cuatro aldeas o rancherías. Antes de elegir uno de los
parajes convenía asegurarse. Preguntaríamos de nuevo. En Pulacayo tenía
que haber alguien que supiera darnos razón sobre el paradero de
Fortunata Flores. Dicho y hecho. Rubén reunió a medio pueblo y, en
quechua, se interesó por el domicilio de la india. La decepción fue
total. Nadie sabía. Nadie había oído hablar de la tal Flores. Sospechaba
que los recelosos indígenas no decían la verdad.
14 horas y 10
minutos.
El fracaso se había
instalado definitivamente en mi corazón. Regresaríamos a Uyuni y a La
Paz. Quizá lo intentara en otra oportunidad...
De pronto, entre
las casitas, a lo lejos, apareció una mujer con una niña de la mano. Las
vi acercarse, pero continué en silencio. Estaba cansado. Y el Destino
(?) actuó. Una de las vecinas reclamó la atención de la mujer y le
preguntó, en quechua, por Fortunata Flores. La recién llegada nos
observó y, finalmente, también en quechua, habló de Tonoja. Rubén
intervino, concretando. «No hay duda -explicó el guía-, esa mujer vive
en Tonoja, a poco más de media hora de aquí.» La providencial
india, llamada Vicenta Córdoba, se ofreció a guiarnos. Estaba tan
perplejo que no acerté a abrir la boca durante el viaje. Pero las
sorpresas no habían terminado...
Blanca, esposa de
J.J. Benítez (en el centro), con la providencial Vicenta Córdoba y
Sobeida, la hija de la india quechua, en la aldea de Pulacayo. (Foto:
J.J. Benítez.)
Si Pulacayo era el
confín del mundo, ¿qué puedo decir de la ranchería llamada Tonoja, algo
más al este? Allí, en mitad de una pampa desértica, en la más absoluta
de las pobrezas, encontramos a Fortunata Flores, otra india que, como
Vicenta, podía rondar los cincuenta años de edad. ¿Estábamos ante la
pastora que atacó al hombrecito en 1967? Y sin poder disimular la
emoción, comencé a interrogarla. Rubén, al
traducir, volvió a hundirnos en la confusión. Fortunata Flores tampoco
sabía de qué le hablábamos. Ella no era la pastora que buscábamos con
tanto empeño. Insistí, añadiendo nuevos detalles sobre la «gente que
volaba», sobre las ovejas muertas y sobre la pelea que, supuestamente,
había mantenido con el individuo de pequeña estatura. Fortunata, como
nosotros, no salía de su asombro. Y una y otra vez negó ser la
protagonista de semejante suceso. Definitivamente, aquello era un
fracaso. Un solemne fracaso. Y en ésas estábamos cuando, de improviso,
Vicenta Córdoba se dirigió al guía, anunciándole que ella sí sabía de
esa pastora. Rubén, perplejo, fue transmitiendo las palabras de la
quechua: «La mujer que usted busca se llama Valentina. Está
viva...»
Fortunata Flores, en la región de Tonoja. (Foto: J.J.
Benítez.)
El encuentro con
los pequeños seres tuvo lugar en Sibingani, a cierta distancia de Opoco,
al nordeste de Uyuni.
En un primer
momento me negué a aceptarlo. Habían sido tantos fracasos y tanto tiempo
invertido que no podía imaginar que las cosas fueran tan aparentemente
sencillas. Poco a poco, sin embargo, conforme Vicenta fue ampliando la
información, comprendí que habíamos hecho bingo. Vicenta Córdoba, como
digo, estaba al corriente de lo sucedido en 1967, porque, entre otras
razones, su marido era primo del esposo de Valentina Flores.
Sencillamente asombroso. Aquello, sin duda, no podía ser consecuencia de
la casualidad.
En el viaje de
regreso a Pulacayo, Vicenta explicó que Valentina podía tener ahora
alrededor de sesenta años. Según las últimas noticias, se hallaba bien
de salud. Vivía al sur del país, en compañía de su marido, Gumersindo
Torres.
Y al despegar de
Uyuni, rumbo a La Paz, traté de poner en orden mis pensamientos. ¿Cómo
era posible que hubiéramos localizado a la pastora en poco más de siete
horas? «Alguien», efectivamente, estaba moviendo los hilos de esta
asombrosa historia...
Meses más tarde,
cuando el Destino (?) lo consideró conveniente, nos trasladamos hasta el
hogar de Valentina, en una humilde población minera del sur de Bolivia.
De momento, por elementales razones de seguridad, silenciaré el nombre
de dicha aldea.
Valentina es
quechua. No habla español. En 1967, cuando protagonizó el singular
suceso, contaba veinticuatro años de edad. Ahora, en el momento de la
entrevista (marzo de 2001), debe de rondar los cincuenta y nueve, aunque
no es seguro. Su pobreza e ignorancia son tales que en su vida,
creo hay muy pocas cosas
seguras. Valentina es analfabeta. Sus casi sesenta años han sido puro
trabajo en el campo o con el ganado. No sabe de otra cosa. Por eso le
sorprende que unos forasteros lleguen desde tan lejos única y
exclusivamente para conocerla y saber de una historia que sucedió hace
treinta y cuatro años. Al
parecer, es la
primera vez que la cuenta, excepción hecha
de lo narrado en 1967 a la expedición que viajó desde Uyuni. A pesar del
tiempo transcurrido, su memoria parece intacta. A cada pregunta responde
con claridad y rapidez. No hay duda: aquel desagradable suceso la había
dejado marcada para siempre...
Los hechos
sucedieron en un paraje llamado Sibingani, a una cierta distancia de
Opoco, la aldea más próxima. Más o menos, a una jornada de camino de
Uyuni.
-Ese día me
encontraba sola. Mi marido era comisionado y, como el resto de los
hombres, se hallaba en la pampa, trabajando.
Gumersindo Torres,
el esposo, asintió con la cabeza. La historia no le traía buenos
recuerdos.
-Fue
hacia las cuatro de la tarde -prosiguió Valentina-. Como le digo, me
hallaba sola, con la única compañía de mi hija Teodosia, de un año de
edad. La llevaba en la manta, a la espalda.
Valentina P.
Flores, en marzo de 2001. (Foto: Iván Benítez.)
Gumersindo Torres,
esposo de Valentina. Tampoco él entiende por qué aquellos seres mataron
su ganado. (Foto: Iván Benítez.)
A la hora de
establecer la fecha exacta, la india dudó.
-Pudo ser por este
tiempo. Quizá en Semana Santa...
No fue posible
ajustar el mes, aunque sí el año: 1967. La edad de Teodosia, la hija,
fue clave. Estas apreciaciones de Valentina no coincidían con la versión
de Enrique Miralles, el que fuera director del diario La Patria
de
Oruro. Para Miralles, el hecho tuvo lugar a finales de mayo o principios
de junio de ese año (1967), poco antes del referido robo de explosivos.
-Fui a
buscar una llama y a su cría. Se habían extraviado. Entonces reuní las ovejas y los corderos en un lugar y
marché a la búsqueda de los animales. Cuando regresé, el rebaño no
estaba.
-¿Cuánto tiempo empleó en la búsqueda de la llama y su
cría?
-Una hora y media, más o menos.
-¿Y qué ocurrió?
-Me extrañó mucho. Entonces seguí las huellas del
rebaño y llegué a los
corrales de piedra, en los cerros. Allí había un hombre pequeño, en el
interior del corral, de rodillas y con una oveja entre las piernas. El
corral estaba cubierto con algo parecido a una red. Me asusté. El
individuo había matado todos mis animales...
Uno de los seres
cubrió el corral de piedra con una especie de red de plástico. Sesenta y
tres ovejas y corderos fueron matados con una extraña arma. (Foto: Iván
Benítez.)
-¿Qué aspecto tenía?
-Era como un niño...
Valentina señaló
con la mano. Deduje que entre 1,10 y 1,30 metros de altura.
-...Vestía una ropa
muy rara, como un buzo, del color de su chaleco y de una sola pieza,
desde el cuello a los pies. Las botas eran de color café. Dejaban una
huella, como la de una media, pero muy ajustada. En la cabeza se veía
algo que me recordó un casco, con la cara al descubierto. Era de piel
muy blanca, con el cabello rubio, los ojos azules y un bigote rojo y
abundante.
Según
la pastora, el individuo era joven y «gordito». Portaba unos
aparatos a la espalda y también a los costados, todo ello sujeto con
cinturones rectos. Algo más allá, fuera del corral de piedra, Valentina
observó también a un segundo ser de características parecidas al que se
encontraba en el interior del aprisco.
-Yo
cogí una piedra y se la tiré al que estaba en el corral.
El hombrecito me
vio, se puso de pie y se asustó. Yo seguí tirándole piedras. Entonces
tocó otro aparato que tenía al lado y la red desapareció.
Según las
indicaciones de Valentina, el segundo «hombrecito» corrió hacia un
pequeño cerro y salió volando.
Anotaciones en el
cuaderno de campo de J.J. Benítez.
Por lo que pude
entender, la india se refería a una pequeña máquina que se encontraba
sobre el terreno. El individuo, al parecer, al sentirse descubierto (?),
manipuló algo en la parte superior de dicho aparato y la red fue
recogida automáticamente.
-¿Cuántas piedras
logró lanzarle y a qué distancia se hallaba del «hombrecito»?
-Creo recordar que
fueron tres piedras. Pensé que eran ladrones y fui acercándome poco a
poco. Para entonces, el segundo tipo ya había remontado el vuelo...
No fue fácil que
Valentina hiciera una descripción de los aparatos que cargaban los
individuos y que, al parecer, los autopropulsaban. Según su limitado
lenguaje (siempre en quechua), aquella «gente pequeña» llevaba sobre el
casco una especie de «ventilador». Eso y dos «tubos» que salían por los
costados les permitían volar (?).
-Eran como sillas, con sus patas -añadió la buena
mujer.
-Continúe...
-Entonces, aquel hombrecito recogió sus cosas y, a toda
prisa, salió del corral...
-¿Cosas? -la interrumpí de nuevo- ¿Qué
cosas?
Valentina intercambió unas frases con el traductor. La
india no sabía cómo explicarse.
-Una «cosa» era
como la caja de un aparato de radio. Lo otro era una bolsa con las
entrañas de las ovejas...
Traté de no volver a interrumpirla.
-Él me habló, pero no
lo entendí. No era quechua ni español. Estaba tan alterado como yo. ¡Oh,
Dios mío! ¡Mis animales! ¡Los había matado uno por uno! Me volví loca.
Agarré un palo y me fui hacia él...
Valentina recordaba
muy bien el número de ovejas muertas: sesenta y tres. Sólo una se salvó:
la que el «hombrecito» tenía entre las piernas en el momento en que fue
sorprendido por la pastora. Además de los orificios, perfectos, cada
animal fue mutilado de forma extraña. Faltaban los ojos, las orejas,
parte de la boca, la grasa del vientre y, sobre todo, la sangre. La
mayor parte de los animales apareció sin sangre.
-Cuando estuve a
dos metros, lo golpeé con todas mis fuerzas. El palo, con un hierro en
la punta, le dio en la cara y comenzó a sangrar. El tipo seguía
gritando, pero yo no lo entendía. Entonces me atacó con aquel
«cuchillo», el mismo que había utilizado para matar el ganado. Tenía una
«cadena» y siempre volvía a su mano. Me hizo varios cortes en el pecho y
los brazos. El nudo de la manta evitó que me matara. Yo lo golpeé otras
dos veces. Creo que le partí el brazo o la muñeca
derechos.
-¿Por qué dice que
le partió el brazo o la muñeca?
-Porque quedaron colgando y con sangre. Entonces, muy
nervioso, manejando
los aparatos con la mano izquierda, corrió hacia lo alto de un cerrito y
se echó a volar, como el otro.
La sangre, tan roja
como la nuestra, quedó sobre la tierra y las piedras. Días más tarde,
algunas de esas piedras fueron trasladadas a Uyuni por los militares
bolivianos. Nunca supimos si la sangre fue analizada.
En el corral de
piedra quedaron las sesenta y tres ovejas y corderos muertos y dos o
tres palos de treinta o cuarenta centímetros de longitud, utilizados por
el ser para asegurar la red a la parte superior del aprisco. Según Pablo
Ayala, que tuvo en sus manos los palitroques, se trataba de simples
ramas de árboles, burdamente tronchadas. Al parecer, allí quedaron y
allí desaparecieron.
Horas después, a la
vista de la catástrofe, la familia decidió poner el asunto en
conocimiento de la autoridad. Gregorio Córdoba, primo del marido de
Valentina, fue el encargado de viajar a Uyuni esa misma noche. Una vez
concluida la inspección por parte de los militares, las ovejas fueron
entregadas al médico, y éste, a su vez, procedió a la venta. La única
inspección medianamente seria de los animales fue llevada a cabo por la
citada comisión procedente de Uyuni. Por supuesto, como era de esperar,
nadie se responsabilizó de la muerte de las ovejas. Fue la ruina para la
familia Flores. Y Valentina, con su marido y sus hijos, se vio en la
necesidad de emigrar a las minas de Oruro. De allí marcharon hacia el
sur.
Según la india,
pocos días antes del lamentable encuentro con los seres y sus «sillas
voladoras», los habitantes de Sibingani fueron testigos de otros hechos
no menos extraños...
-Los animales
-comentó Valentina- estaban muy nerviosos. Saltaban e intentaban huir de
los corrales. Dos de los corderos aparecieron degollados. Algunos vieron
brincar a una persona del interior de uno de los apriscos. Yo misma, una
de esas noches, vi a un individuo. De pronto me arrojó un cuenco de
sangre a la cara...
A nuestro regreso a
Uyuni traté de interpretar lo ocurrido en Sibingani en 1967. Sólo lo
conseguí a medias...
Algo estaba claro:
treinta y cuatro años después, Valentina Flores no sabía qué había
sucedido realmente. Valentina no sabe qué es un ovni y, mucho menos, un
extraterrestre (ni falta que le hace). Lo único que conserva en la
memoria es que los «hombrecitos que volaban» fueron su ruina. No le
falta razón. A decir verdad, como les sucede a la india y a su familia,
yo tampoco entiendo la matanza de los animales. Si los seres que
descendieron en el Altiplano eran «no humanos» y, por tanto,
teóricamente, más avanzados que nosotros, ¿por qué terminar con los
precarios medios de supervivencia de unos humildes
campesinos?
Treinta y cuatro
años después del encuentro con los pequeños seres, Valentina Flores no
sabe qué ocurrió realmente. (Foto: Iván Benítez.)
El Destino me
llevó, al fin, ante la presencia de Valentina Flores, la única mujer,
según mis noticias, que se ha enfrentado a un ser de otro mundo. (Foto:
J.J. Benítez.)
Valentina Flores,
a sus casi sesenta años. (Foto: Iván Benítez.)
El interrogante
conduce, a su vez, a otra irritante duda: ¿son éstos los «ummitas»? En
los escritos mecanografiados y enviados a medio centenar de ciudadanos
se habla siempre de amor y hermandad. ¿Cómo explicar que los supuestos
extraterrestres envíen mensajes tan honorables y benéficos y, al mismo
tiempo, roben a los más necesitados? En las referidas cartas «ummitas»,
si no recuerdo mal, se habla también del aspecto de dichos supuestos
seres: rubios y altos (tipo nórdico). Aunque la fecha y el lugar son
casi coincidentes con lo anunciado en la carta del 30 de mayo de 1967,
en mi opinión, la «gente pequeña que volaba» en Sibingani no
guarda relación
alguna con la descripción física de los «ummítas». Al menos, con los
seres observados en Sudáfrica y Curitiba. También cabe la posibilidad de
que todo obedezca a un intrincado teatro, en el que nada es lo que
parece...
Sea como fuere, lo
cierto es que en el Altiplano boliviano, en 1967, tuvo lugar un
dramático encuentro con seres de otros mundos. Probablemente, uno de los
casos más puros de los que he tenido noticia en mi larga carrera como
investigador del fenómeno ovni. El esfuerzo mereció la
pena...
Dibujos de J.J.
Benítez, según las indicaciones de Valentina, testigo principal del
caso.
Uno de los
pequeños seres que volaban, según Valentina Flores.
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